VALENTÍN Y JUANA
A punto
estuvo mi abuelo Valentín de no llegar a conocer a mi abuela Juana. A punto
estuvo mi abuela Juana de no poder casarse con mi abuelo Valentín. La
enfermedad de un soldado y el traje de un magnate configuran dos anécdotas
familiares que, en definitiva, hablan de lo leves que suelen ser los hilos con
los que se teje el destino.
El recuerdo
más antiguo que tengo de mi abuelo es una imagen en la que él está sentado
sacándose unas enormes botas altas de goma negra y quitándose unos gruesos
calcetines de lana cruda. Sus pies son recios, grandes y fuertes. Yo me acerco
hasta él, llevando en brazos sus zapatillas, y se las calzo con gran esfuerzo
por mi parte. A continuación me empeño en llevar las botas hasta la cocina, una
con cada mano y a rastras, porque no las puedo levantar, pero eso he de hacerlo
yo y no dejo que nadie me ayude. Aunque apenas tengo cuatro años, sé que mi
abuelo ha venido de trabajar en el muelle, donde hay muchos barcos, y ya está
en casa y puede descansar. Andando el tiempo, él me contó muchas veces por qué
tenía los pies tan fuertes. Decía que, desde muy pequeño, cuando trabajaba
cuidando ganado, solía andar por el monte descalzo, porque en aquellos tiempos
los niños como él no tenían zapatos, y las alpargatas eran solo para ir a misa
el domingo. Esto sucedía en Quecedo de Valdivielso, el pueblo donde Valentín
Garmilla Alonso había nacido un 16 de diciembre de 1892.
Un poco más
tarde, el 24 de junio de 1896, nació Juana Picón Núñez en Bahabón
de Esgueva, y, al contrario que Valentín, siempre tuvo zapatos, porque su
padre, Leonardo Picón, era zapatero y se los hacía a medida. Por eso ella
siempre tuvo unos pies muy finos y delicados, y, según contaba, lo peor de todo
era que los demás niños le hacían burla, pues era la única que iba calzada «como
una señoritinga». En aquellas circunstancias, con tan poca gente calzada, y
menos en cuero, el oficio de Leonardo no daba para mucho, y la tierra en aquel
pueblo de la estepa aún daba para menos, por lo que, mientras Valentín andaba
ya pastoreando por Santillán y entre los riscos de la Tesla, a Juana la
llevaron a Gumiel de Hizán
y allí, con solo seis años, empezó a ejercer de niñera a cambio de cama y
comida, cuidando a un bebé cuya madre tenía que ir a trabajar al campo. Para
ganarse algún real, al tiempo que tenía al niño en el regazo, Juana tejía
puntillas a ganchillo, una tarea que ella siempre recordaba como muy
entretenida. Tras criar a unos cuantos niños de aquella familia, con doce años
y estando reciente el fallecimiento de su madre, Juana fue llevada a Lerma, a
trabajar de sirvienta en casa de los que ella llamaba «unos labradores ricos».
A los dieciséis años llegó por fin a Bilbao, pues su hermano Justo, que era
diez años mayor que ella, estaba destinado allí como guardia de asalto y le buscó
a Juana un trabajo muy bueno: nada menos que entrar como niñera al servicio de
los Lezama-Garaigordóbil, ricos propietarios de minas
que vivían por temporadas en un palacete de invierno en Bilbao, concretamente
en Uribitarte, y en otro de verano en Portugalete.
Entretanto
Valentín cumplía sus veinte años y veía con alegría que, en el sorteo de
quintos de la Merindad de Valdivielso, se libraba de ir a cumplir el servicio
militar, pudiendo así seguir en el pueblo haciendo la vida que a él más le
gustaba. Sin embargo, el destino tenía otros planes para aquel joven, y quiso
la casualidad que otro mozo, al que sí le había tocado ir a la mili, pillara en
el cuartel una enfermedad de aquellas que entonces llamaban «la tiña», y lo
enviaran de vuelta a su casa de Tejada. Entonces llamaron al siguiente de la
lista, que, según el resultado del sorteo, era uno de Quecedo, precisamente
Valentín. No le fue mal al soldadito en Burgos capital, que es donde estuvo
destinado, acostumbrándose a caminar con botas y, lo más decisivo de todo,
aprendiendo a leer y escribir.
Mientras
Valentín hacía la mili, Juana trabajaba cuidando al niño más pequeño de los
Lezama-Garaigordóbil, y también tenía que encargarse
de atender como doncella a la institutriz francesa de los niños mayores. Este
cometido consistía en lavar, planchar y coser la ropa de la dama, sirviéndola además en todo lo que necesitara.
La “mamuasel”─ como decía mi abuela, que no
tenía muy buen recuerdo de aquella institutriz─ era, al parecer, bastante
exigente y, entre otras cosas, no soportaba la comida española, por lo que fue
enseñando a Juana, poco a poco, cómo tenía que cocinar para ella al estilo
francés. Así, la jovencita burgalesa que ya había cocinado al estilo castellano
para sus patronos de Lerma, se vio metida entre unos fogones donde la cocinera
de la casa hacía cocina vasca, pero ella tenía que hacer cocina francesa.
Aquello fue un aprendizaje multicultural de alto nivel, como en la mejor
escuela de hostelería, y así Juana, que además siempre había sido muy hábil y
muy dispuesta para cocinar, llegó a saber preparar con maestría lo mismo un pil-pil, que una salsa aromatizada con finas hierbas.
Cuando la cocinera titular abandonó su puesto para casarse, la señora de la
casa no dudó en colocar a Juana al frente de la cocina. Mi abuela siempre
contaba con orgullo que a los 20 años se había convertido en cocinera con una pinche a sus órdenes.
Entretanto
Valentín ya había terminado la mili y, de regreso a Quecedo, se dio cuenta de
que, no siendo ya analfabeto, podía tener posibilidades de aprender más cosas
si se marchaba a una ciudad. Por otra parte, las tierras que tenía su padre,
Lucas, y que su hermano mayor Ciriaco ya estaba trabajando, eran demasiado
escasas para repartir entre los dos hermanos y proporcionar una dote a cada una
de las hermanas. Se dio además la circunstancia de que su hermana mayor,
Antonina, podía conseguirle recomendaciones, pues estaba trabajando como ama de
cura en la casa de don Gerardo Varona Estébanez, capellán y profesor de segunda
enseñanza en Villarcayo, siendo este clérigo hermano de don Carlos Varona
Estébanez, un hombre influyente en el mundo empresarial bilbaíno que sería
nombrado en 1918 director del Banco Hispano Americano. Calculo que Valentín
llegaría a Bilbao hacia 1914, y desde luego llegó muy bien recomendado, pero, aún así, tuvo que hacer grandes esfuerzos. El primero fue
el que hizo para desplazarse desde su pueblo hasta la capital vizcaína, pues la
verdad es que viajó a pie. Su familia contaría mucho después dos versiones del
famoso viaje: unos decían que una fuerte nevada dejó los trenes parados, otros
aseguraban que hizo el viaje andando porque no tenía dinero para otra cosa.
Fuera como fuese, a Valentín le llevaron hasta Bilbao sus fuertes pies de
pastor, y el primer trabajo en el puerto se lo dieron sus no menos fuertes
brazos. Sin duda, fueron las recomendaciones las que consiguieron que entrara a
cobijarse bajo el paraguas de la poderosa compañía naviera Ibarra y Bergé, gracias a lo cual aquel forzudo estibador, que
apenas sabía las primeras letras, pronto pudo ir a clases vespertinas para
“aprender de números”.
Mientras
Valentín sudaba descargando barcos y aprendiendo cómo se llevaba la
contabilidad de los embarques, Juana reinaba entre ricos aromas en la cocina de
los Lezama-Garaigordóbil. Cuando en alguna ocasión le
pregunté a mi abuela cuánto le pagaban aquellos señores tan ricos, me contestó
que a las mujeres del servicio en aquellos tiempos no se les pagaba un sueldo.
Les daban cama, comida, ropa usada y unos céntimos para que cogieran el tranvía
cuando salían de paseo. En lo relativo al tiempo libre, la respuesta era que no
tenían horario, pero que el trabajo de cocinera era muy bueno, porque entre
comida y comida podía descansar un poco y, además, salía todos los días para
hacer la compra. Los domingos podía salir por la mañana para ir a misa, y por
la tarde a pasear, después de dejar preparada la cena. Además, iba siempre muy
bien vestida, porque, nada más llegar a la casa, recibió como regalo un vestido
que la señora ya no se ponía. Y es que Juana llegó a Bilbao en 1912 vestida
como las mujeres de pueblo de aquella época, con varias faldas, que ella
llamaba «sayas», puestas una encima de otra. Solía contar que los vestidos de
ciudad le parecieron maravillosos, porque solo se ponía uno, pero este iba
encima de una enagua fuertemente almidonada que tenía un aro de hierro en el
dobladillo y dejaba la falda muy hueca. En cuanto a sus antiguas sayas, decía
que las lió en un hatillo y se las envió a sus primas de Bahabón,
porque en la ciudad ya no le servían para nada.
Bueno, pues
precisamente en aquella ciudad, tan próspera durante los años de la Primera
Guerra Mundial, con un puerto sumamente activo, con empresarios y banqueros que
hacían grandes negocios gracias a la neutralidad española, allí, en un día
festivo y durante alguno de sus escasos paseos, se conocieron el estibador y la
cocinera que años más tarde serían mis abuelos. Según se veía en una foto que
mi abuela tenía enmarcada sobre la repisa del aparador, en el comedor de
diario, aquella Juanita de veinte años de edad era una chica realmente bonita,
con un rostro de rasgos delicados y una figura muy esbelta, que iba vestida con
mucha elegancia y sabía posar con estilo ante el fotógrafo. Si además era una mujer
inteligente, trabajadora, ocurrente y de conversación amena, pues no me extraña
nada que mi abuelo, al conocerla, no pensara ya en ninguna otra. Él, por su
parte, era un buen mozo, alto y de anchos hombros, con unos ojos claros muy
bonitos y de mirada limpia, que en la época en que yo le conocí hablaba poco,
pero con palabras sabias, y que entonces hablaría un poco más, para conseguir
llevarse de calle a aquella chica que tanto le gustaba. Nunca se sabe cómo
pasan esas cosas, pero ellos se encontraron un día, y aquello fue para toda la
vida.
Sin embargo,
no lo tuvieron fácil. En la familia de Juana, el que ejercía la autoridad era
su hermano Justo, el guardia, al que ya he mencionado antes. A Justo le preocupaba mucho el porvenir de su
hermana, y no había visto con malos ojos que esta saliera durante algún tiempo
con un carnicero que tenía negocio propio. Pero a Juana no acababa de
convencerle aquel primer pretendiente, tal vez porque el carnicero se empeñaba
en llevarla a los toros, que a él le gustaban mucho, y a ella, nada. Después
conoció a Valentín, pero, cuando decidió que este era el hombre con quien
quería casarse, se encontró con una negativa rotunda por parte de Justo, quien
entretanto había hecho planes con un pintor viudo y sin hijos, que a él le
parecía el partido perfecto para su hermana, porque el pintor estaba muy bien
situado y tenía una empresa propia con varios empleados. Pero Juana se plantó y
le dijo a su hermano que ella iba a casarse con Valentín, y no con el viudo.
Justo se puso muy serio y le dijo: «¡No voy a
consentir que te cases con uno que lleva blusa!» Y es que Valentín, al que
nunca en su vida le preocupó la ropa que llevaba, vestía en aquellos tiempos la
blusa fruncida que los obreros usaban entonces a modo de chaqueta. Sin embargo,
Juana vio que aquello tenía fácil solución: le pidió a su señora un traje usado
del señor, lo consiguió, y ella misma le arregló debidamente los bajos del
pantalón, las mangas de la chaqueta y lo que hubiera que ajustar de anchuras,
pues hay que decir que Juanita había aprendido un poco de costura gracias a las
exigencias de la insoportable institutriz francesa. Con Valentín vestido como
un dandy, se presentó delante de su hermano y lo dejó
sin palabras. Se podría decir que los nietos de Juana y Valentín existimos
gracias a un traje, o en todo caso gracias a la tenacidad de nuestra abuela.
Valentín y
Juana se casaron, por fin, un 30 de agosto de 1919 en la iglesia de San Vicente
de Abando, en Bilbao. Él ya tenía traje, y ella llevó
como ajuar sábanas y toallas que le había regalado su señora, de la que siempre
habló con mucho afecto. Pero no tenían nada más. El viaje de novios fue una
breve estancia en Valdivielso, un lugar que cautivó a Juana desde el primer
momento. Solía contar que le encantó toda la fruta que había en el Valle en
aquellos primeros días de septiembre, y el paisaje, que no se parecía en nada a
la árida tierra burgalesa que ella había conocido en su infancia. Luego se
instalaron en Bilbao, como realquilados en una habitación de una vivienda
situada en el barrio de Matiko. Allí nacieron sus dos
hijos mayores, Isabel y Valentín. En 1924 consiguieron acceder a una vivienda
completa en la casa que ocupaba la Cruzada Misional La Milagrosa, en la calle
La Ronda del Casco Viejo bilbaíno. En
aquella casa tuvieron alojamiento gratuito a cambio de trabajar para esta
asociación católica, la cual recaudaba dinero para las misiones mediante las
cuotas de sus socios y la organización de representaciones de teatro,
conciertos y otros actos benéficos. Valentín, además de seguir trabajando para
la naviera, se encargaba de llevar la contabilidad de La Cruzada Misional, y de
servir cafés a los socios en el salón que tenía allí dicha asociación.
Entretanto, Juana atendía a la familia, que no paraba de crecer, pues allí
nacieron dos hijos más, Mercedes y Juan, y además vivía con ellos Leonardo, el
padre de Juana, que falleció en aquella casa, y dejó su caja de herramientas de
zapatero como herencia a su yerno Valentín, después de enseñarle a reparar los zapatos
de la familia. Así, mi abuelo iba convirtiéndose en un hombre de muchos oficios
que no paraba de trabajar, aunque sacaba tiempo para leer, entre otras cosas,
un semanario enciclopédico de divulgación científica, histórica, literaria,
etc., llamado «Algo», que coleccionó y encuadernó en gruesos tomos durante
años, y que le sirvió para completar una formación bastante ecléctica y
curiosa, como suele ser la de la mayoría de los autodidactas.
La situación
económica de la familia mejoró mucho cuando Valentín consiguió en la naviera el
puesto de sobordista, que era el técnico encargado de
subir a bordo de los barcos para organizar y controlar, junto con el capitán,
las cargas y descargas de mercancías. En cuanto pudieron, y eso fue en 1930,
accedieron a una vivienda propia, en la calle Lersundi,
en el mismo inmueble donde vivía el hermano de Juana, Justo Picón, que ya era
guardia civil y luego fue destinado a Irún. En el piso de la calle Lersundi vivió también sus últimos años Lucas, el padre de
Valentín, hasta su fallecimiento en 1934. Además, Valentín realizó en 1931 su
sueño de tener una casa en Quecedo, su pueblo natal, donde veranearía toda la
familia, sin tener que repartirse por las casas de los parientes, como habían
hecho hasta entonces.
Se podría decir
que Valentín en verdad nunca se fue de Quecedo, donde mantenía también algunas
fincas cultivadas gracias a la ayuda de parientes amables y bien dispuestos,
porque él, para atenderlas, solo tenía un mes de vacaciones, aunque Juana y los
niños pasaban en Valdivielso todo el verano. Allí les sorprendió el estallido
de la guerra en 1936. Valentín pasó todo un año en Bilbao separado de su
familia, trabajando en los muelles y en la excavación del cinturón defensivo de
la Villa en Archanda, y con la única compañía de una
agradable familia guipuzcoana que se refugió en su casa durante unos meses, y
de la que él guardaría muy buen recuerdo. Pero, por lo que respecta a los
refugiados en Valdivielso, como aquel largo verano del 36 ya lo he contado en
otros relatos, únicamente diré que la familia se reunió de nuevo tras la
ocupación de Bilbao, hecho que se produjo el 19 de junio de 1937. A finales de
junio, Valentín utilizó de nuevo sus fuertes pies, pero esta vez en sentido
inverso, o sea, para encaminarse hacia Quecedo. En aquellos momentos no había
autobuses, ni trenes, pues el frente de guerra todavía estaba activo en el
norte de las Merindades. Sin embargo, en
esta ocasión no hizo todo el camino a pie: llegó a Valdivielso montado en una
camioneta llena de soldados italianos que le hicieron el favor de llevarle, al
menos durante un trecho de aquel largo viaje.
Valentín
solía contar que él, cuando se subía a un barco, lo primero de todo saludaba al
capitán, y luego se hacía amigo del cocinero. De esta manera, durante los años
de escasez de la guerra y la posguerra, el sobordista
solía llegar a su casa con regalos de pan blanco y latas de carne de vacuno, lo
cual, unido a las legumbres, las patatas, las manzanas, las nueces, las pasas,
la miel y los embutidos de Valdivielso, hizo que la familia al menos no pasara
hambre en aquellos tiempos de tristeza. Juana y Valentín no hablaban sobre los
sucesos de entonces, pero sus hijos sí nos han contado a los nietos, muchos
años después, cómo don Carlos Varona, el protector del abuelo, murió fusilado a
finales de septiembre de 1936, tras ser sacado del barco-prisión «Cabo
Quilates», en el transcurso de la criminal represalia que siguió a un criminal
bombardeo de Bilbao; cómo los niños de unos vecinos marcharon a Rusia y regresaron
como proscritos; cómo el hermano de Juana, el guardia republicano Justo Picón,
pasó largos años en distintos penales, tras ser indultado de la pena de muerte.
Y, sobre todo, la tristeza mayor que vivieron Valentín y Juana fue no poder
evitar la muerte de su hijo Juantxu, el menor de
todos, a consecuencia de una meningitis en 1947. Cuando el joven de 16 años
cayó enfermo, el médico les dijo que, si querían intertar
salvarle, tenían que conseguir rápidamente mucha penicilina. Poca o ninguna era
la que entonces se vendía en las farmacias, porque aquel fármaco nuevo, el
primer antibiótico, que empezó a utilizarse poco antes de terminar la Segunda
Guerra Mundial, era entonces muy caro y de importación, y por consiguiente una
de las mercancías más lucrativas del mercado negro, de lo que entonces se
llamaba estraperlo. Valentín fue inmediatamente al puerto a buscar vendedores,
pues él sabía que allí se hacían aquellos negocios infames. Encontró por fin a
un traficante, le dio todo el dinero que este le pidió y quedó con él para la
entrega. Sin embargo, esta no fue todo lo rápida que debió ser y, cuando
Valentín recibió la penicilina, su hijo acababa de morir. A mis abuelos no se
les podía ni mencionar el nombre de Juantxu, porque
al momento se les llenaban de lágrimas los ojos. Pero siempre estaba un
precioso retrato del tío Juantxu en el aparador del
comedor de diario, colocado junto a la foto de aquella Juanita joven y
elegante. Cuando yo iba a la casa de mis abuelos, me encantaba mirar los dos
retratos. Siempre he tenido la sensación de haber conocido a mi tío Juantxu.
Pero también
hubo alegrías en las vidas de Valentín y Juana, que tuvieron la felicidad de
ver cómo sus hijas Isabel y Mertxe se convertían en
maestras, y cómo su hijo Valen realizaba Estudios Mercantiles y se colocaba en
la misma naviera en la que trabajaba su padre. Por cierto, Valentín también fue
maestro, pues enseñó a leer a Juana, a la que yo recuerdo leyendo el periódico
siempre en voz alta, porque, según ella, si leía sin vocalizar, no se enteraba.
Además de
todo esto, yo diría que lo que hacía más feliz a Valentín, aparte de ver crecer
a sus nietos, era su finca de Rasillos, en Quecedo de Valdivielso, donde él
tenía un vergel al que, después de jubilarse en 1957, dedicó la mayor parte de
su tiempo, mientras Juana, la señora Juanita, era feliz en el pueblo con sus
amigas, sus partidas de cartas, sus asiduas visitas a la iglesia y a la ermita,
y, cómo no, en su cocina preparando exquisitas conservas y deliciosos guisos.
Mis abuelos eran gente de campo y, tras la jubilación, solo pasaban en Bilbao
los meses de más frío, y alguno más por estar con la familia, pero seis meses
en el pueblo no se los quitaba nadie. Valentín y Juana fallecieron en 1978 y
1984 respectivamente. En 1969 habían celebrado sus bodas de oro a lo grande con
sus hijos y sus nietos. Es mucho más lo que yo podría contar sobre ellos, pero
en parte ya lo he hecho en algunos relatos sobre mi infancia. Me dejaron como
herencia muchos recuerdos felices, y también un maravilloso modelo de vida
sencilla y austera, llena de amor, y con la honradez y la generosidad como
valores principales. Difícil de imitar es ese modelo, muy pasado de moda en
estos tiempos, aunque vale la pena intentarlo. Da más felicidad que otros
proyectos más ambiciosos. Valentín y Juana fueron el vivo ejemplo de esto.
Mertxe García Garmilla